Un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una vieja valijita de cuero comprada en la India, en un tren que va de Moreno a General Rodríguez, por el conurbano bonaerense. Son los originales de sus películas, todas en super-8, un formato obsoleto, en vías de extinción, que no permite copias. Esa valija es como el manuscrito de su autobiografía. Se trata de Claudio Caldini, cuidador de una quinta del conurbano, gran cineasta secreto.
Muy pocos han visto sus películas. Sólo pueden verse cuando él mismo las proyecta, a veces manipulando tres proyectores simultáneos, cortando y pegando las viejas cintas de super 8 en el momento, transpirando, casi en trance, en una performance de “cine en vivo” que tiene algo de ceremonia religiosa. En el cine de Caldini hay imágenes extraordinarias que hacen ver el mundo –y las posibilidades del cinematógrafo- de otra manera. Ponen en cuestión qué cosa es el cine, qué cosa no es, en qué momento se produce eso que llamamos “el cine” y cuánto tiene de experiencia personal.
Hablar de Caldini es también hablar de mi propia relación con el cine. La primera vez que estuve en una filmación, o algo parecido, fue cuando todavía estaba en la escuela. Se trataba de una performance en la que la artista Marta Minujín, amiga de mi madre, se enterraba viva. Por esa época, en la Argentina se enterraban cuerpos anónimos todos los días. Yo tiraba la tierra, Caldini filmaba en super-8. No lo volví a ver durante muchos años. Me enteré que había estado en la India, que se había vuelto loco, que vivía como linyera, rumores. Volver a encontrarlo, después de tanto tiempo, fue volver a encontrar una parte perdida de mi propia vida.
El hombre del tren duerme, tal vez sueña. Por el cine o por sus sueños o por su locura, perdió todo. Compartió la explosión creativa de los 70. Vivió la dictadura militar encerrado en un jardín. Escapó a la India detrás de una utopía y perdió casi todo, hasta la razón. Fue expulsado de un ashram, internado en un manicomio en París. De regreso a Buenos Aires, quedó en la calle. Tuvo 36 domicilios provisorios durante una década de enrancia y abandonó el cine. En los últimos años, recaló como cuidador de una quinta del conurbano bonaerense. Allí vive, humildemente. Entre las plantas y el silencio, en la contemplación, volvió a pensar en el cine. Ahora, una vez más, armado con una cámara prestada y tres rollitos de película virgen, vuelve al ruedo.
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